SOBRE JOSÉ REVUELTAS
Por René
ARTEAGA
José Revueltas, o sencillamente Pepe, como le
llamábamos sus amigos, era un revolucionario y un escritor-poeta.
Su vida bien puede resumirse en dos palabras:
Solidaridad y amistad.
“Mira, a mí lo que más me gusta en la vida es estar
en un mitin, el que sea, y encerrarme a escribir”, me dijo en cierta ocasión
después de una larga velada en la que habían estado muchos de sus amigos más
entrañables, particularmente pintores, gente de cine y algunos periodistas.
Su vida fue así:
La calle, los mítines, las manifestaciones, los
comités de solidaridad con los huelguistas, los barrios llenos de obreros, las
cantinas populares, las redacciones de los diarios, las peluquerías, las
oficinas de los sindicatos revolucionarios, los viajes, las fiestas
provincianas, los pueblos del Valle de México y las reuniones tipo tertulia, “a
morir”, con sus amigos.
O bien, el reverso de su medalla, la vida íntima, su
escritorio de trabajo, la libreta de apuntes, los libros, el silencio, la
creación.
Por eso, de Pepe puede decirse que fue un
revolucionario y un escritor-poeta.
Pero primero, como solía decir con gran pasión, un
revolucionario y sólo después un escritor. Lo de poeta lo añadimos nosotros
porque era un creador. Todo lo que tocaba revivía. Todos quienes lo tocaban lo
amaban, con la excepción, claro, de la policía.
Es, como puede el lector percatarse desde la primera
fase, apenas una semblanza de Pepe y ni siquiera intenta ser un retrato del gran
revolucionario, del marxista cuya vida transcurrió en las prisiones o entre los
obreros.
Y una semblanza del amigo, del cuate, como gustaba
llamar a sus amigos.
Recuerdo una vez que estuve con él.
Eran las jornadas estudiantiles de 1968.
El auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNAM, bautizado por los estudiantes con el nombre del “Che Guevara”, estaba
repleto de jóvenes. Era un mitin. Pero en esta ocasión Pepe no era un
espectador sino un actor. Leyó un manifiesto revolucionario que proponía entre
muchas otras cosas, la autogestión para la Universidad.
Las interrupciones fueron muchas. Las ovaciones
encendían el entusiasmo. Sus palabras parecían de fuego, aunque su lenguaje era
sencillo. Se le veía cansado. Ya estaba enfermo, pero nada le importaba. Los
militantes le encantaban. Se fundía con el mundo, como solía decir.
Minutos antes del mitin, me regaló una copia de su
manifiesto. Estaba escrito a máquina con muchas anotaciones hechas a mano.
“Esto –me dijo- es lo que salvará a las universidades
para que ya no sean víctimas de la burguesía ni de los vasallajes del
imperialismo” y añadió:
“El imperialismo tiene un plan maestro para destruir
en América Latina las universidades, por la sencilla razón de que son las
ciudades de la cultura, porque el libro está en las manos de los jóvenes y porque, finalmente, aquí se enseña
a pensar. Por todo eso, las universidades deben ser dirigidas por medio de la
autogestión”.
Sólo unas cuantas horas después de su discurso fue
detenido y encarcelado. El mitin apenas se estaba disgregando. Y los
periodistas reaccionarios, por órdenes expresas, escribieron cosas de mala fe,
mutilaron sus palabras, cambiaron sus conceptos y esto cuando no ignoraron que
Pepe era un hombre irreprochablemente lógico y justo.
Llegó a calificársele como el ideólogo de los
estudiantes pero, en realidad, sólo fue un simpatizante de su movimiento.
Lo conocí en 1949, en un mes de septiembre, cuando se
realizó el Primer Congreso Americano por la Paz. La inauguración fue en domingo
en la antigua Arena México y la clausura
en la Arena Coliseo.
El día de la apertura, Pepe vendía entre los
asistentes corridos publicados por el Taller de Gráfica Popular. Pero su sueño,
según recuerdo que me dijo, era estar alguna vez en el presidium, como lo
estaban muchos grandes poetas, entre ellos Paul Éluard.
Y no había cosa más triste que su rostro cuando un
mitin concluía. Ni siquiera la charla en una cervecería dominguera llenaba para
él el enorme vacío de un teatro o una arena sin gente.
Pero no era un vago, un golfo o un bohemio, como
algunos dieron en decir. Lo cual no significa que no le gustaba la charla en un
café, la conversación en un bar sumido entre el humo de los clientes o una
pulquería.
“Estoy contra todo dogmatismo, pero contra todo
dogmatismo no sólo en la lucha revolucionaria sino en el arte”, me dijo una
noche en la que hablábamos del “Ché” Guevara y recalcó que “la revolución cubana
había roto con todo el lastre del stalinismo latinoamericano, que tanto daño ha
hecho a nuestra lucha en México”.
Se mostró en contra del entonces llamado realismo
socialista pero, sobre todas las cosas, afirmó que el arte también es magia y
que dentro de ella debe haber siempre un conocimiento profundo del alma de las
gentes.
“Yo no soy un escritor revolucionario. Eso sería del
carajo. Soy un revolucionario que trata de escribir lo mejor que se pueda”,
expresó en esa ocasión.
Pero hizo esa advertencia:
“Es más, no me considero un buen revolucionario pero
aspiro a serlo”.
Y en lo que era intransigente era en hacer estos
señalamientos:
“No se puede hablar de revolución si esta no la
dirige la clase obrera. Ningún partido puede llamarse revolucionario si no es
marxista, que es la teoría revolucionaria científica, el futuro del hombre y
ningún obrero debe engañarse cuando le dicen que hay organizaciones en las que
puede militar siendo que son organizaciones burguesas”.
Y decía también:
“Nosotros, los escritores, los artistas, formamos
parte del mundo de los explotados pero, entiéndase bien, es la clase obrera la
única clase revolucionaria”.
Cosa curiosa. Pepe casi nunca hablaba así. Cuando lo
hacía era muy claro pero también muy apasionado.
Pero rechazaba “hacer la revolución en un café” y
estos momentos de tertulia los dedicaba a hablar de literatura, de poesía y,
cuando las cosas marchaban bien, empezaba a cantar viejas canciones revolucionarias
o corridos revolucionarios “de esos que no están grabados por ninguna empresa
de discos”.
Y también gustaba de la belleza.
Un pintor colombiano revolucionario, Fernando Oramas,
me regaló un cuadro. Aún lo tengo. Es una mujer campesina tocando la guitarra.
El estilo es modernista. Los dedos de la guitarrista son toscos. Su rostro es
anguloso, triangular.
Y cuando Pepe lo vio, se puso de pie y malhumorado,
comentó:
“¡Qué horrible cosa!”
Yo le dije:
“Su autor es revolucionario”.
Su respuesta fue más cortante:
“¡Más peorcito, todavía!”
Y la reunión tuvo como tema la belleza en lo
revolucionario.
Según Pepe, la distorsión de las cosas, el arreglo de
la realidad a la conveniencia del autor, es un asunto falso, de pose.
También solía sostener:
“Un revolucionario, si es intelectual o escritor, o
poeta o pintor, lo que sea, debe ser un hombre culto. Los clásicos deben ser
manejados como fuente primigenia, pero no los clásicos griegos en exclusiva,
sino todos los clásicos del mundo”.
Cosas curiosas de Revueltas porque no gustaba de “hacer
la revolución en el café”.
Y era un hombre discreto. Por ejemplo, nunca hablaba
ni de mujeres o aventuras sexuales, ni de asuntos religiosos y mucho menos de
chismes.
O se hablaba de la revolución socialista o de
literatura.
Y las dos cosas lo apasionaban hasta la médula.
A parte de todo, su rostro tan bonachón y a veces
picaresco; jamás tuvo un gesto de amargura ni siquiera cuando recordaba sus
prisiones. “La cárcel me sirvió para escribir”, decía.
En la Secretaría de Educación Pública tuvo el cargo
de director de la editorial de esa dependencia, ocasión que le sirvió para
editar obras de autores revolucionarios y, sobre todo, a demostrar su múltiple
honradez, todo lo cual le valió el cese.
“Ni modo. Volví a la calle”, me dijo en tono sonriente,
sin amargura, como siempre lo fue en toda ocasión.
Por René
ARTEAGA
P. 2 y 3
Dibujos
Ricardo Infante
A José
Revueltas
Cuadernos de
Difusión Cultural (4)
Universidad
Autónoma de Guerrero
Departamento
de Extensión de Universitaria
SEC. DE
DIFUSIÓN CULTURAL
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