Su vida


Periodista latinoamericano nacido en El Salvador el 20 de abril de 1928 y fallecido en México el 22 de octubre de 1978.

En El Salvador se hizo maestro normalista y formó parte, junto con Roque Dalton, Otto René Castillo, Ricardo Bogrand, Manlio Argueta y otros autores, la Generación Comprometida.

Vivió el exilio en Guatemala donde colaboró con Jacobo Árbenz y participó en la resistencia armada contra Carlos Castillo Armas y de ahí tuvo que salir a su otro exilio: México.

Ya en México, donde estudió letras con Rosario Castellanos y Jaime Sabines, fue reprimido como periodista al defender la huelga del entonces periódico Zócalo.

René Arteaga colaboró en varios medios informativos como Excélsior, El Popular, Notitrece, entre otros y fue fundador de El Día, de la edición vespertina de El Diario de México y de la cooperativa Uno más Uno, donde escribió hasta el momento de su muerte.

Al final de sus días también fue catedrático de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

jueves, 21 de noviembre de 2013

El recuerdo de José Revueltas en la mente de René Arteaga no tendría fin, como tampoco la tuvo su amistad desde que ésta comenzó en septiembre de 1949 durante el Primer Congreso Americano por la Paz. En su semblanza, René Arteaga reconocía en su amigo y cuate Pepe (los dos eran Pepe) a un hombre sin dogmatismo, justo y con palabras de fuego. Este material se ha recuperado con pretexto del 35 aniversario del fallecimiento de René Arteaga y del 99 natalicio de José Revueltas para hacer un recorrido breve y sencillo sobre el pensamiento de quien no se creyera un escritor revolucionario, sino un revolucionario que escribía, cercano a los mítines y alejado de las revoluciones de café.


SOBRE JOSÉ REVUELTAS

 

Por René ARTEAGA

 


José Revueltas, o sencillamente Pepe, como le llamábamos sus amigos, era un revolucionario y un escritor-poeta.

 

Su vida bien puede resumirse en dos palabras:

 

Solidaridad y amistad.

 

“Mira, a mí lo que más me gusta en la vida es estar en un mitin, el que sea, y encerrarme a escribir”, me dijo en cierta ocasión después de una larga velada en la que habían estado muchos de sus amigos más entrañables, particularmente pintores, gente de cine y algunos periodistas.

 

Su vida fue así:

 

La calle, los mítines, las manifestaciones, los comités de solidaridad con los huelguistas, los barrios llenos de obreros, las cantinas populares, las redacciones de los diarios, las peluquerías, las oficinas de los sindicatos revolucionarios, los viajes, las fiestas provincianas, los pueblos del Valle de México y las reuniones tipo tertulia, “a morir”, con sus amigos.

 

O bien, el reverso de su medalla, la vida íntima, su escritorio de trabajo, la libreta de apuntes, los libros, el silencio, la creación.

 

Por eso, de Pepe puede decirse que fue un revolucionario y un escritor-poeta.

 

Pero primero, como solía decir con gran pasión, un revolucionario y sólo después un escritor. Lo de poeta lo añadimos nosotros porque era un creador. Todo lo que tocaba revivía. Todos quienes lo tocaban lo amaban, con la excepción, claro, de la policía.

 

Es, como puede el lector percatarse desde la primera fase, apenas una semblanza de Pepe y ni siquiera intenta ser un retrato del gran revolucionario, del marxista cuya vida transcurrió en las prisiones o entre los obreros.

 

Y una semblanza del amigo, del cuate, como gustaba llamar a sus amigos.

 

Recuerdo una vez que estuve con él.

 

Eran las jornadas estudiantiles de 1968.

 

El auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, bautizado por los estudiantes con el nombre del “Che Guevara”, estaba repleto de jóvenes. Era un mitin. Pero en esta ocasión Pepe no era un espectador sino un actor. Leyó un manifiesto revolucionario que proponía entre muchas otras cosas, la autogestión para la Universidad.

 

Las interrupciones fueron muchas. Las ovaciones encendían el entusiasmo. Sus palabras parecían de fuego, aunque su lenguaje era sencillo. Se le veía cansado. Ya estaba enfermo, pero nada le importaba. Los militantes le encantaban. Se fundía con el mundo, como solía decir.

 

Minutos antes del mitin, me regaló una copia de su manifiesto. Estaba escrito a máquina con muchas anotaciones hechas a mano.

 

“Esto –me dijo- es lo que salvará a las universidades para que ya no sean víctimas de la burguesía ni de los vasallajes del imperialismo” y añadió:

 

“El imperialismo tiene un plan maestro para destruir en América Latina las universidades, por la sencilla razón de que son las ciudades de la cultura, porque el libro está en las manos de los  jóvenes y porque, finalmente, aquí se enseña a pensar. Por todo eso, las universidades deben ser dirigidas por medio de la autogestión”.

 

Sólo unas cuantas horas después de su discurso fue detenido y encarcelado. El mitin apenas se estaba disgregando. Y los periodistas reaccionarios, por órdenes expresas, escribieron cosas de mala fe, mutilaron sus palabras, cambiaron sus conceptos y esto cuando no ignoraron que Pepe era un hombre irreprochablemente lógico y justo.

 

Llegó a calificársele como el ideólogo de los estudiantes pero, en realidad, sólo fue un simpatizante de su movimiento.

 

Lo conocí en 1949, en un mes de septiembre, cuando se realizó el Primer Congreso Americano por la Paz. La inauguración fue en domingo en  la antigua Arena México y la clausura en la Arena Coliseo.

 

El día de la apertura, Pepe vendía entre los asistentes corridos publicados por el Taller de Gráfica Popular. Pero su sueño, según recuerdo que me dijo, era estar alguna vez en el presidium, como lo estaban muchos grandes poetas, entre ellos Paul Éluard.

 

Y no había cosa más triste que su rostro cuando un mitin concluía. Ni siquiera la charla en una cervecería dominguera llenaba para él el enorme vacío de un teatro o una arena sin gente.

 

Pero no era un vago, un golfo o un bohemio, como algunos dieron en decir. Lo cual no significa que no le gustaba la charla en un café, la conversación en un bar sumido entre el humo de los clientes o una pulquería.

 

“Estoy contra todo dogmatismo, pero contra todo dogmatismo no sólo en la lucha revolucionaria sino en el arte”, me dijo una noche en la que hablábamos del “Ché” Guevara y recalcó que “la revolución cubana había roto con todo el lastre del stalinismo latinoamericano, que tanto daño ha hecho a nuestra lucha en México”.

 

Se mostró en contra del entonces llamado realismo socialista pero, sobre todas las cosas, afirmó que el arte también es magia y que dentro de ella debe haber siempre un conocimiento profundo del alma de las gentes.

 

“Yo no soy un escritor revolucionario. Eso sería del carajo. Soy un revolucionario que trata de escribir lo mejor que se pueda”, expresó en esa ocasión.

 

Pero hizo esa advertencia:

 

“Es más, no me considero un buen revolucionario pero aspiro a serlo”.

 

Y en lo que era intransigente era en hacer estos señalamientos:

 

“No se puede hablar de revolución si esta no la dirige la clase obrera. Ningún partido puede llamarse revolucionario si no es marxista, que es la teoría revolucionaria científica, el futuro del hombre y ningún obrero debe engañarse cuando le dicen que hay organizaciones en las que puede militar siendo que son organizaciones burguesas”.

 

Y decía también:

 

“Nosotros, los escritores, los artistas, formamos parte del mundo de los explotados pero, entiéndase bien, es la clase obrera la única clase revolucionaria”.

 

Cosa curiosa. Pepe casi nunca hablaba así. Cuando lo hacía era muy claro pero también muy apasionado.

 

Pero rechazaba “hacer la revolución en un café” y estos momentos de tertulia los dedicaba a hablar de literatura, de poesía y, cuando las cosas marchaban bien, empezaba a cantar viejas canciones revolucionarias o corridos revolucionarios “de esos que no están grabados por ninguna empresa de discos”.

 

Y también gustaba de la belleza.

 

Un pintor colombiano revolucionario, Fernando Oramas, me regaló un cuadro. Aún lo tengo. Es una mujer campesina tocando la guitarra. El estilo es modernista. Los dedos de la guitarrista son toscos. Su rostro es anguloso, triangular.

 

Y cuando Pepe lo vio, se puso de pie y malhumorado, comentó:

 

“¡Qué horrible cosa!”

Yo le dije:

“Su autor es revolucionario”.

Su respuesta fue más cortante:

“¡Más peorcito, todavía!”

 


Y la reunión tuvo como tema la belleza en lo revolucionario.

 

Según Pepe, la distorsión de las cosas, el arreglo de la realidad a la conveniencia del autor, es un asunto falso, de pose.

 

También solía sostener:

 

“Un revolucionario, si es intelectual o escritor, o poeta o pintor, lo que sea, debe ser un hombre culto. Los clásicos deben ser manejados como fuente primigenia, pero no los clásicos griegos en exclusiva, sino todos los clásicos del mundo”.

 

Cosas curiosas de Revueltas porque no gustaba de “hacer la revolución en el café”.

 

Y era un hombre discreto. Por ejemplo, nunca hablaba ni de mujeres o aventuras sexuales, ni de asuntos religiosos y mucho menos de chismes.

 

O se hablaba de la revolución socialista o de literatura.

 

Y las dos cosas lo apasionaban hasta la médula.

 

A parte de todo, su rostro tan bonachón y a veces picaresco; jamás tuvo un gesto de amargura ni siquiera cuando recordaba sus prisiones. “La cárcel me sirvió para escribir”, decía.

 

En la Secretaría de Educación Pública tuvo el cargo de director de la editorial de esa dependencia, ocasión que le sirvió para editar obras de autores revolucionarios y, sobre todo, a demostrar su múltiple honradez, todo lo cual le valió el cese.

 

“Ni modo. Volví a la calle”, me dijo en tono sonriente, sin amargura, como siempre lo fue en toda ocasión.

 
SOBRE JOSÉ REVUELTAS

Por René ARTEAGA

P. 2 y 3

Dibujos Ricardo Infante

A José Revueltas

Cuadernos de Difusión Cultural (4)

Universidad Autónoma de Guerrero

Departamento de Extensión de Universitaria

SEC. DE DIFUSIÓN CULTURAL

 
http://es.scribd.com/doc/185961297/SOBRE-JOSE-REVUELTAS
 

 


 

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