Su vida


Periodista latinoamericano nacido en El Salvador el 20 de abril de 1928 y fallecido en México el 22 de octubre de 1978.

En El Salvador se hizo maestro normalista y formó parte, junto con Roque Dalton, Otto René Castillo, Ricardo Bogrand, Manlio Argueta y otros autores, la Generación Comprometida.

Vivió el exilio en Guatemala donde colaboró con Jacobo Árbenz y participó en la resistencia armada contra Carlos Castillo Armas y de ahí tuvo que salir a su otro exilio: México.

Ya en México, donde estudió letras con Rosario Castellanos y Jaime Sabines, fue reprimido como periodista al defender la huelga del entonces periódico Zócalo.

René Arteaga colaboró en varios medios informativos como Excélsior, El Popular, Notitrece, entre otros y fue fundador de El Día, de la edición vespertina de El Diario de México y de la cooperativa Uno más Uno, donde escribió hasta el momento de su muerte.

Al final de sus días también fue catedrático de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

martes, 29 de octubre de 2013

Artículo de Octavio Rodríguez Araujo sobre la muerte de la élite del poder, donde se toca el derecho a la información, sin dejar de lado las nacientes formas de abordar las columnas políticas. El escrito es dedicado a René Arteaga, a dos días de haber fallecido.


El fin de la familia revolucionaria

Octavio Rodríguez Araujo

A René Arteaga

Plutarco Elías Calles se refirió hace mucho años a la burocracia política como familia revolucionaria. Frank Brandenburg utilizó la misma expresión para referirse a la misma categoría. Vincent Padgett y Roger Hansen denominaron a la burocracia política como coalición revolucionaria. S.F. Nadel, también refiriéndose al caso mexicano, la llamó élite política gobernante, y no pocos autores, usan solamente el concepto de élite política que incluye a la gobernante.

Aunque no estoy del todo de acuerdo con esta terminología, puesto que pretende ocultar las relaciones de clase de la formación social mexicana y el carácter clasista de su Estado, justo es decir que la burocracia política ha sido en México una élite política. Y podemos afirmar tal cosa porque las principales características que de alguna manera definen a una élite política son, al decir de Geraint Parry, su coherencia, autoconciencia y unidad ante el resto de la sociedad. En este sentido la familia revolucionaria sería una élite política, pues a pesar de las grandes diferencias que se han dado entre algunos de sus más conspicuos miembros en diferentes momentos de nuestra historia “revolucionaria” (Calles-Cárdenas, Cárdenas-Ávila Camacho o Alemán, Díaz Ordaz- Echeverría, para citar algunos ejemplos relevantes), se ha guardado la discreción el secreto de palacio, el silencio respetuoso incluso desde el exilio (referencia de José Luis Lamadrid), que reflejan, si no coherencia, por lo menos autoconciencia de pertenecer y unidad frente a lo que ellos llamarían los gobernados.

 


La fuerza de la familia revolucionaria, para seguir con el concepto ha dependido en buena medida de estas tres características de la élite política. La disciplina interna de la familia ha permitido ocultar asuntos, acciones y hasta delitos graves de responsabilidad de sus miembros. Cuando la cohesión  era suficiente y había desertores o expulsados, sin miramiento alguno eran asesinados, como demuestra con larga lista Jesús Silva Herzog en la página 109 y siguiente de Mis trabajos y los años. Era una manera de conservar los secretos de la familia.

Años después, una vez desaparecido el olor de la pólvora de la Revolución, y quizá ablandados los miembros de la familia, se utilizó el expediente de la embajadas en cualquier parte cuando las relaciones de México con el exterior eran todavía con la presencia del sombrero tejano y la chamarra de cuero. Con algunas variaciones, aún hasta el final del periodo de Díaz Ordaz, pasando por disidentes notables como Aarón Sáenz, Vasconcelos, Almazán, Henríquez y ¿por qué no? Madrazo, los secretos de la familia revolucionaria, la base de su unidad y autoconciencia, han sido respetados.

Fueron los tiempos en que tanto la familia revolucionaria, sus intelectuales e historiadores a sueldo, como la mayor parte de la población, creían en actitud autocomplaciente los primeros, en complicidad vergonzante los segundos y en ignorancia o temor los terceros, que la familia revolucionaria seguía siendo la que, aparte de gobernar, mantenía el dominio sobre la sociedad civil. Fueron los tiempos en que, debilitado aún, el Estado mexicano mantenía lo que algunos autores han llamado su carácter bonapartista.

Pero una vez que este carácter comenzó a perderse en rápida pendiente, la familia revolucionaria inició también su muerte como tal. Terminó para ella la autoconciencia, comenzó a ser demasiado heterogénea, por lo mismo se rompió hasta la coherencia aparente entre sus miembros y, por todo ello su falta de unidad quedó demostrada. En el sexenio de Echeverría hubo relaciones que, aunque eran secretos a voces, ningún miembro de la familia se había atrevido a describir con detalle; una de estas confesiones fue la de Flores Muñoz sobre la sucesión presidencial de Ruiz Cortines a López Mateos; otra, para la cual no hubo demasiados intentos de ocultarla, fue la sucesión presidencial Echeverría-López. Pero además, y no es casualidad, a partir de 1968 proliferaron los textos de reinterpretación, acusados de heterodoxia, de nuestra historia. Fue el golpe de muerte de los estudios anecdóticos con presunciones científicas de los politólogos estadunidenses que he citado al principio; se iniciaron los análisis propiamente dichos, muchos de los cuales están por terminarse y que revelan una historia un tanto distinta de la que interesadamente se ha escrito hasta hoy.

En este régimen, donde el derecho a la información es todavía un proyecto –por cuanto a su reglamentación-, se está rompiendo poco a poco el velo del misterio político y la caja acústica que impedía penetrar a los secretos de palacio. Por las columnas llamadas políticas –chismes más que otra cosa-, y por la “indiscreción” de los reporteros que obtienen declaraciones en las mismas cárceles, el ciudadano común se informa (o se desinforma, no lo sé) si no de lo que ocurre bien a bien, sí de lo que ocurrió en el pasado reciente. Y todo esto, sin necesidad de esperar décadas a que se abran más archivos.

La familia revolucionaria, como tal, ha muerto. Ya no es una élite política. Perdió sus características distintivas. Es otra cosa. Cada uno de sus supuestos miembro responde a los reales intereses y para ellos trabaja, y por ellos está en donde está. Ya no hay jefe en la familia; ahora es un coordinador de intereses que ni siquiera cuenta del todo con el apoyo de los grupos tradicionales: las organizaciones obreras y campesinas mantienen una unidad prendida con alfileres; el sector popular –si popular fue alguna vez-, está plagado de oportunistas y caciques de toda laya; los gobernadores acuerdan para desacordar y hacer lo suyo. No hay duelo por la muerte de la familia. México comienza a ser moderno, que no desarrollado.
http://es.scribd.com/doc/180133292/El-fin-de-la-familiar-revolucionaria-pdf

No hay comentarios.:

Publicar un comentario