El fin de la familia revolucionaria
Octavio
Rodríguez Araujo
A René
Arteaga
Plutarco Elías Calles se refirió hace mucho años a la
burocracia política como familia revolucionaria. Frank Brandenburg utilizó la
misma expresión para referirse a la misma categoría. Vincent Padgett y Roger
Hansen denominaron a la burocracia política como coalición revolucionaria. S.F.
Nadel, también refiriéndose al caso mexicano, la llamó élite política gobernante,
y no pocos autores, usan solamente el concepto de élite política que incluye a
la gobernante.
Aunque no estoy del todo de acuerdo con esta
terminología, puesto que pretende ocultar las relaciones de clase de la
formación social mexicana y el carácter clasista de su Estado, justo es decir
que la burocracia política ha sido en México una élite política. Y podemos
afirmar tal cosa porque las principales características que de alguna manera
definen a una élite política son, al decir de Geraint Parry, su coherencia, autoconciencia
y unidad ante el resto de la sociedad. En este sentido la familia
revolucionaria sería una élite política, pues a pesar de las grandes
diferencias que se han dado entre algunos de sus más conspicuos miembros en
diferentes momentos de nuestra historia “revolucionaria” (Calles-Cárdenas,
Cárdenas-Ávila Camacho o Alemán, Díaz Ordaz- Echeverría, para citar algunos
ejemplos relevantes), se ha guardado la discreción el secreto de palacio, el
silencio respetuoso incluso desde el
exilio (referencia de José Luis Lamadrid), que reflejan, si no coherencia,
por lo menos autoconciencia de pertenecer
y unidad frente a lo que ellos llamarían los gobernados.
La fuerza de la
familia revolucionaria, para seguir con el concepto ha dependido en buena
medida de estas tres características de la élite política. La disciplina
interna de la familia ha permitido ocultar asuntos, acciones y hasta delitos
graves de responsabilidad de sus miembros. Cuando la cohesión era suficiente y había desertores o
expulsados, sin miramiento alguno eran asesinados, como demuestra con larga
lista Jesús Silva Herzog en la página 109 y siguiente de Mis trabajos y los años. Era una manera de conservar los secretos
de la familia.
Años después, una vez desaparecido el olor de la
pólvora de la Revolución, y quizá ablandados los miembros de la familia, se
utilizó el expediente de la embajadas en cualquier parte cuando las relaciones
de México con el exterior eran todavía con la presencia del sombrero tejano y
la chamarra de cuero. Con algunas variaciones, aún hasta el final del periodo
de Díaz Ordaz, pasando por disidentes notables como Aarón Sáenz, Vasconcelos,
Almazán, Henríquez y ¿por qué no? Madrazo, los secretos de la familia
revolucionaria, la base de su unidad y autoconciencia, han sido respetados.
Fueron los tiempos en que tanto la familia
revolucionaria, sus intelectuales e historiadores a sueldo, como la mayor parte
de la población, creían en actitud autocomplaciente los primeros, en
complicidad vergonzante los segundos y en ignorancia o temor los terceros, que
la familia revolucionaria seguía siendo la que, aparte de gobernar, mantenía el
dominio sobre la sociedad civil. Fueron los tiempos en que, debilitado aún, el
Estado mexicano mantenía lo que algunos autores han llamado su carácter bonapartista.
Pero una vez que este carácter comenzó a perderse en
rápida pendiente, la familia revolucionaria inició también su muerte como tal.
Terminó para ella la autoconciencia, comenzó a ser demasiado heterogénea, por
lo mismo se rompió hasta la coherencia aparente entre sus miembros y, por todo
ello su falta de unidad quedó demostrada. En el sexenio de Echeverría hubo
relaciones que, aunque eran secretos a voces, ningún miembro de la familia se
había atrevido a describir con detalle; una de estas confesiones fue la de
Flores Muñoz sobre la sucesión presidencial de Ruiz Cortines a López Mateos;
otra, para la cual no hubo demasiados intentos de ocultarla, fue la sucesión
presidencial Echeverría-López. Pero además, y no es casualidad, a partir de 1968 proliferaron los textos de
reinterpretación, acusados de heterodoxia, de nuestra historia. Fue el golpe de
muerte de los estudios anecdóticos con presunciones científicas de los
politólogos estadunidenses que he citado al principio; se iniciaron los
análisis propiamente dichos, muchos de los cuales están por terminarse y que
revelan una historia un tanto distinta de la que interesadamente se ha escrito
hasta hoy.
En este régimen, donde el derecho a la información es
todavía un proyecto –por cuanto a su reglamentación-, se está rompiendo poco a
poco el velo del misterio político y la caja acústica que impedía penetrar a
los secretos de palacio. Por las columnas llamadas políticas –chismes más que
otra cosa-, y por la “indiscreción” de los reporteros que obtienen
declaraciones en las mismas cárceles, el ciudadano común se informa (o se
desinforma, no lo sé) si no de lo que ocurre bien a bien, sí de lo que ocurrió
en el pasado reciente. Y todo esto, sin necesidad de esperar décadas a que se
abran más archivos.
La familia revolucionaria, como tal, ha muerto. Ya no
es una élite política. Perdió sus características distintivas. Es otra cosa.
Cada uno de sus supuestos miembro responde a los reales intereses y para ellos
trabaja, y por ellos está en donde está. Ya no hay jefe en la familia; ahora es
un coordinador de intereses que ni siquiera cuenta del todo con el apoyo de los
grupos tradicionales: las organizaciones obreras y campesinas mantienen una
unidad prendida con alfileres; el sector popular –si popular fue alguna vez-,
está plagado de oportunistas y caciques de toda laya; los gobernadores acuerdan
para desacordar y hacer lo suyo. No hay duelo por la muerte de la familia.
México comienza a ser moderno, que no desarrollado.
http://es.scribd.com/doc/180133292/El-fin-de-la-familiar-revolucionaria-pdf
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