Jorge
Hernández Campos
“En este oficio no debe uno jamás irse de la
redacción a la casa. Sería un error trágico. Lo procedente es meterse en un bar
con los colegas, tomar unas copas, deshacer el nudo, y luego, ya en paz, volver
manso el seno de la familia”. Así me decía un par de meses ha, en tono de broma
que no lo era tanto, un veterano de este diario. Lo cito ahora porque,
sonriendo, condensó el drama profesional del periodista, sus tensiones y
angustias, y las barreras que, oh paradoja, ese su angustiarse levantan entre
él y el mundo: de ese mundo sobre el que vive volcado, de ese mundo que es su
materia, su combustible.
Entre los profundos cambios acarreados por el 68
destaca emblemáticamente el sufrido por el periodismo mexicano en esta mitad de
siglo. Un día pasaban las muchedumbres por la Reforma gritando ¡prensa vendida!
“Bajo las ventanas de aquel Excélsior,
y al otro día ya estábamos llamando a la puerta del director con nuestros
papeles en la mano. “Nos” era mucha gente: era la clase media que estaban
tratando de romper la anquilosis del sistema de poder, la que desbordando el
ámbito universitario trataba de inyectar en la vida pública algo del saber y el
pensar que se acumulaban inútilmente en las academias, y que, al hacerlo, en su
marejada, se descubría repentinamente ávida de periodismo, de periodismo de
consumir y de hacer, como la opción más inmediata, más noble, más connatural,
de llevar vida pública.
Hasta entonces qué barreras nos separaban, a los
clasemediarios, sobre todo si teníamos presunciones intelectuales, de los
periodistas. Para muchos de nosotros, espejo inconsciente de los prejuicios
familiares, eran seres que caramboleaban entre los políticos, las comisarías y
las cantinas enredándose unos a los otros en bromas cifradas, empapadas en
alcohol, o que trotaban detrás de personajes llevando colgado del cuello, como
un castigo, un racimo de cámaras que bien podían ser de plomo. Y que lo
producían, esas columnas efectivamente de plomo, repletas de “álgido” o de
“enervar” o de otros vocablos mal usados, ¿qué podían ser sino un subproducto
de la cultura, como la política misma? Hasta entonces, digo.
Porque luego, en el 68, cuando empezamos a tender la
mano para que se nos pasara del otro lado de la barricada, y cuando ya, unos
primero y otros después, nos vimos ahí, descubrimos otra cosa. Descubrimos,
como una constante en la humana variedad de bueno y malo de miserable y generoso,
de ávido y desinteresado, de avieso y de noble, un ser dedicado a extraer el
orden del desorden, a hacer comprensible lo incomprensible, a dar sentido al
sin sentido de los hombres en el poder, a mostrarnos, pues, las posibilidades
nacionales y la anchura del campo cívico. Un ser cotidiano, desgarrado,
crepuscular cuando no de la noche, indiferente de su persona, heroico sin
espectadores, tecleador, oloroso a tabaco, trabajo de tics, y sobre todo
sumergido en la vida hasta la punta de los cabellos. El periodista. O la
periodista. Porque en muchos casos ejemplares, ese ser es mujer.
Para muchos de nosotros fue una saludable lección. Y
el descubrimiento de un continente. Porque junto con todo eso descubrimos,
además, que el periodismo, en las circunstancias de nuestra cultura, era una
grave oportunidad de rehacer el lenguaje –o sea, la vida misma- en el servicio
humilde de la realidad. Y no de una realidad quintaesenciada, sino de una
realidad a nivel de la calle y del campo, de una realidad de pan llevar y de
hierro forjar, de una realidad en cuya definición se podía coincidir con el
primer hombre que uno topara en la vuelta de la esquina. De una realidad además
que daba rienda suelta, en muchos de nosotros, a esa pasión devastadora, la más
devorante de todas, la que menos cantores e intérpretes ha tenido, la pasión
cívica.
Lo que nació de tal encuentro, de esa amalgama, creo
yo, es el surgimiento de un campo intelectual más ancho y más rico de
posibilidades, de un campo unificado que empieza a coincidir con la forma
precisa de México, de un campo donde la lucha pura puede ser poesía y la
poesía, o el pensamiento puro, entrañan ya un riesgo efectivo, de un campo
donde ahora sí la cultura cultiva. De un campo donde individuos como yo, en lo
que valga, hemos estado aprendiendo de los periodistas el mínimo gran heroísmo
de la información y la formación de los días y sus fatigas.
Quisiera contribuir aquí al esfuerzo que algunos
quisieran realizar porque la figura de René Arteaga no desaparezca tan pronto del
recuerdo. A René Arteaga que tan conmovedoramente encarna lo que aquí me ha
brotado de los dedos. El hombrecito tan orgulloso y tan sabio, tan denso de
experiencia y tan valiente, tan profesional. Lo recuerdo hace no mucho, en la
cubierta del barco que nos paseaba por la bahía de Acapulco, a eso de la
medianoche, la camisa fuera de los pantalones, el vaso de whisky en la mano,
oscilante al ritmo de su mar interior, recortado contra las luces del puerto,
cómo iba de uno a otros de sus amigos para brindarnos afecto, recuerdos
maravillosos, protestas de amistad eterna, fórmulas de fraternidad humana,
visiones de paz, proyectos de trabajo.
Sueños de libertad René Arteaga. Periodista.
Unomásuno.-
Octubre de 1978.
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